Un hecho que algunas veces debemos afrontar en la terapia es qué hacer cuando un paciente quiere dejar de asistir. Si bien no se trata de algo habitual, es un acontecimiento para el que todo psicólogo debe estar preparado; ya que la interpretación y el aprendizaje que se saque de esta situación resulta crucial para el posterior desarrollo profesional.

Desde nuestro rol como psicólogos, podemos considerar la baja como un fracaso, o bien como una oportunidad para mejorar. Cada una de estas alternativas nos lleva, respectivamente, a tirar la toalla –probablemente con un importante coste para nuestra autoestima- o a la introspección, reconociendo qué partes de la terapia han sido exitosas y en cuales nos hemos equivocado.

Pero, como ocurre con casi todo, la responsabilidad en este caso es compartida entre el terapeuta y el cliente. Así como el terapeuta debe plantearse en qué se ha equivocado para sacar partido y buscar nuevos enfoques, la responsabilidad del cliente estriba en anunciar con claridad su intención de dejar la terapia.

Afrontar una baja siempre es duro. Sin embargo, conocer, de boca del cliente, lo que va a pasar, permite contemplar el hecho desde otra perspectiva. No se trata de retener al cliente en contra de su voluntad; sino de saber cuál es, desde su juicio, aquello que ha faltado en las sesiones.

Por otro lado, a veces ocurre que el paciente no quiere, o no se atreve, a hacer explícita su intención de marcharse. Puede dejar en el aire la siguiente sesión, acordando ponerse en contacto en un futuro cercano, o incluso es posible que deje cerrada una fecha para volver al centro. En esos casos el psicólogo, más que aprender, pasa por una fase de confusión. Puede extrañarle que el cliente, que tenía una cita concertada, no aparezca en la consulta. Puede creer que se ha perdido, que se le ha olvidado la cita, que se ha ido de viaje, que no quiere volver… cualquier posibilidad es válida, porque partiendo del “hecho conocido” (que el paciente no ha acudido a terapia) todas ellas constituirían un motivo lógico.

El asunto se agrava si añadimos el hecho de que el profesional (psicólogo, terapeuta, coach, educador…) sí ha acudido a la cita, ha estado la hora entera en la consulta esperando a que apareciese el cliente con el que había quedado: está invirtiendo su tiempo de trabajo.

Ahora bien. El paciente que no se atreve a decir un “no” (que es un “no” a la terapia, y no a la persona), está librándose probablemente de una situación que para él resulta desagradable; pero al mismo tiempo está negando al terapeuta la oportunidad de mejorar, de saber en qué ha fallado para él. Del mismo modo que quien habiendo encontrado que la comida en un restaurante no es de su gusto felicita efusivamente al chef (o incluso reserva mesa para el día siguiente) y después no aparece por allí, el cliente que no dice que no va a volver deja al personal sumido en un estado de confusión.

Probablemente a la mayoría de los lectores les resulta descabellada la idea de proceder así en un restaurante. Siguiendo este sencillo ejemplo, animo a los pacientes actuar, a la hora de concertar una nueva sesión, del mismo modo en que lo harían si estuviesen planteándose si cenar o no en un restaurante: con sinceridad, y pensando que el “no” puede, lejos de perjudicar, enriquecer.

                                                                            El equipo de Centro Psicología Bilbao