Este artículo está escrito por la psicóloga Lucía Romero Twardzik.

En el artículo anterior hablaba de cómo el patrón de comer emocional es una conducta natural en el ser humano desde que nacemos y desde el comienzo de los tiempos. La finalidad que persigue este patrón es la de impulsarnos a buscar comida en un entorno en donde había escasez de comida y para ello la naturaleza se ayudó de un mecanismo donde los seres humanos sentimos placer al comer, especialmente al ingerir azúcares y grasas ya que son los alimentos donde más calorías ingerimos.

Ahora bien, hoy en día es muy fácil acceder a la comida, es una recompensa inmediata, solo tenemos que ir a la nevera y cogerla. Por ello, si la usamos para gestionar estados emocionales negativos o para recompensarnos o castigarnos, puede suponer que estemos ingresando unas calorías, una energía al cuerpo que realmente no estamos necesitando. Como consecuencia nuestro cuerpo lo va a manifestar engordando. Dentro del contexto y sociedad donde vivimos se prima mucho la imagen corporal y el sentir que el comer emocional nos puede estar llevando a engordar puede desencadenar comportamientos de restricción: controlar la comida para no engordar.

Es en este momento donde el patrón de comer emocional se comienza a conectar con el patrón de comer restrictivo. Empezamos a restringir la comida para compensar el patrón de comer emocional.

El comer restrictivo

En este sentido, cuanto más evito comer aquello que ansío, más aumenta mi deseo por comer ese alimento y más crece el patrón de comer emocionalmente hasta que no puedo más y acabo comiendo más de lo que necesitaba. Entonces volvemos a conectar con el patrón restrictivo, controlamos la comida y nos prohibimos comer alimentos que nos producen placer porque creemos que engordan o nos prohibimos el hambre real y entramos en un ciclo abrumador que no sólo afecta al peso, sino también a nuestra salud mental.

Otra opción puede ser cuando el origen de nuestra relación alterada con la comida es el propio patrón de restricción. Puede ocurrir que de pequeños hayamos crecido con un cuerpo más grande de lo que nuestra sociedad considera un cuerpo correcto. Entonces es probable que en algún momento hayamos recibido comentarios por parte de personas de nuestros círculos familiares o escolares, que nos hayan hecho pensar que nuestro cuerpo no era válido. También puede ser que en nuestra familia hayamos vivido un modelo de alimentación basado en las dietas y en el control del peso a través de la restricción. Nuestra sociedad gordofóbica, además de marcar lo que es un cuerpo normativo, también nos dice que la solución viene por ponerse a dieta. Esto quiere decir que desde bien pequeños se inician conductas donde se restringen los alimentos que la cultura de la dieta etiqueta como prohibidos porque contienen mayor cantidad de calorías (azúcares y grasas). Ya sabemos que justamente éstos son los alimentos que mayor placer nos proporcionan al comerlos y son los que se trata de controlar como estrategia de controlar el cuerpo. Ya hemos visto que la consecuencia de tratar de evitar los alimentos más placenteros aumenta nuestro deseo por ellos y cuanto más nos los prohibimos, más los ansiamos. De esta manera aumenta nuestra ingesta de este tipo de alimentos ricos en azúcares y grasas y así el patrón de comer restrictivo se va conectando con el patrón de comer emocional. Aprendemos  que al ingerir los alimentos que nos prohibimos hay un alivio y es muy fácil que nuestro cerebro use este recurso rápido para gestionar otras experiencias en nuestro día a día; por ejemplo para calmarnos o consolarnos cuando nos sentimos con ansiedad o estrés o hemos tenido una discusión y nos sentimos mal.

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Lucía Romero Twardzik