Cuando nuestro estado de ánimo es normal, solemos tener una mayor facilidad para controlar nuestra alimentación: decidimos qué y cuánto vamos a comer. No obstante, esto resulta más complicado para las personas que padecen ansiedad y depresión, ya que las emociones condicionan nuestra manera de alimentarnos.

En el caso de quienes tienen ansiedad, pueden comer de manera compulsiva. La acción de alimentarse libera dopaminas que, a corto plazo, nos producen una sensación de bienestar –especialmente si se trata de alimentos que nos gusten, aunque no sean los más saludables-. La comida se convierte de este modo en una fuente de placer capaz de “tapar” nuestras necesidades emocionales.

No obstante, si bien inmediatamente después de haber ingerido aquello que nos gusta nos sentimos mejor, a la satisfacción le sigue un sentimiento de culpa debido al descontrol. Hay que tener en cuenta que, en este caso, no estamos comiendo por hambre, sino para sentirnos mejor; por lo que la saciedad rara vez llega a darse, y corremos el riesgo de caer en un círculo vicioso.

Por otro lado, las personas con depresión pueden tomar dos vertientes: o bien pierden completamente el apetito, o bien –al igual que en el caso de la ansiedad- buscan consuelo en la comida, eligiendo preferentemente alimentos dulces y grasos –no precisamente los más convenientes-. Además, diversos estudios han señalado que el estado de ánimo depresivo está asociado a una mayor sensibilidad a las señales de hambre del cuerpo, y a un menor consumo de frutas y legumbres.

Desde Centro Psicología Bilbao consideramos que estos cambios en los hábitos alimenticios asociados a la ansiedad y a la depresión deben tratarse con la ayuda de un psicólogo, para solucionar el problema de fondo, así como dotar a la persona de una adecuada planificación alimentaria llevada por un profesional de la nutrición. Una vez nuestro estado de ánimo mejore, nos resultará más sencillo retomar un estilo de vida saludable.