Es bien sabido que la tristeza no es cosa solo de personas mayores. Los niños y niñas pueden comunicar y, sobre todo, mostrar síntomas de tristeza que no nos deben pasar desapercibidos. A veces se trata de estados de ánimo pasajeros, respuestas adaptativas a situaciones que conllevan tristeza. Otras veces, se trata de alteraciones importantes del estado de ánimo que requieren de ayuda profesional para poder salir de ellas. Es interesante que las personas mayores que acompañan y educan, aprendan a identificar estos estados y/o momentos complicados, para poder darles salida, entenderlas y evitar estados crónicos en la infancia.

Cuando un niño/a se siente triste, o hasta deprimido, no siempre expresa tristeza. Por esta razón a veces estos estados pasan desapercibidos y, lo que es mucho más grave, se etiquetan con diagnósticos erróneos que conllevan tratamientos desacertados y complican la vida del niño/a y de sus familiares durante años. En este sentido hay un riesgo considerable de confusión a la hora de hacer valoraciones en cuanto a posible “depresión”, ya que sus síntomas se corresponden con otras alteraciones, comportamientos y hasta patologías. Por ello y muchas más razones, dejémonos de etiquetas para nuestros pequeños y trabajemos con ellos/as fijándonos en lo importante y centrándonos directamente en las soluciones. No es tan “interesante” el nombre que le pongamos a lo que le está pasando, si es depresión, tristeza profunda, tristeza moderada, etc. Lo importante es aprender a detectar, trabajar y poner en marcha las habilidades de los niños y niñas, ser conscientes de que poseen recursos extraordinarios, dejarnos sorprender por su capacidad cuando les damos la oportunidad de que nos lo demuestren.

En primer lugar, los niños/as nos dan señales que nos deben alertar (y no alarmar) de que algo les está pasando. No se trata de comportamientos puntuales o que se correspondan con conductas típicas del estadio evolutivo en el que se encuentran, sino de formas de actuar o “síntomas” que antes no aparecían y que ahora se repiten en el día a día. Se trata de comportamientos observables que nos llaman la atención y que no son iguales en todos los niños/as. Lo interesante es observar que se ha producido un cambio, que algo les está haciendo reaccionar de una manera diferente.

Cito algunos comportamientos que describen familias y profesionales de la educación y que se repiten frecuentemente:

  • Está irritable, se enfada con mucha facilidad y se siente frustrado/a.
  • Deja de mostrar interés en cosas que antes le gustaban y divertían.
  • Se aísla socialmente, no interactúa en los patios, ni en clase, ni en el parque o lo hace solo cuando las personas adultas insisten, pero sin naturalidad.
  • Le cuesta prestar atención no solo a lo que se le dice, sino también a lo que hace, aunque se trate de actividades lúdicas como ver la tele.
  • Parece más cansado, pero duerme peor, puede tener despertares, pesadillas, miedos, o simplemente dificultades para dormir.
  • Pérdida de apetito.
  • Cambios en sus ritmos, es decir puede empezar a moverse mucho, pero puede también quedarse más quieto, dependiendo del estilo del niño o niña.
  • Empieza a quejarse de lo que le hacen los demás porque no lo entiende y se lo toma como un comportamiento ofensivo.
  • Puede tener comportamientos retadores con los hermanos/as y mostrar más celos o rivalidad.
  • Necesita del adulto, pero a la vez rechaza su ayuda.

Es a este tipo de cambios a los que tenemos que prestar especial atención. No hay nada más triste que ver triste a un niño y por eso nos ponemos manos a la obra como padres, madres o educadores responsables, para evitar que el malestar se prolongue y complique cada vez más su vida.

Como personas adultas, no siempre podemos dar solución a estos problemas ya que no suelen ser fáciles de abordar; y es aquí donde entramos los profesionales de la psicología. Las familias llegan cargadas de angustia, preocupación e impotencia generada por el sufrimiento de sus pequeños. No saben si es miedo, angustia o inseguridad, pero saben que lo están pasando mal y que necesitan ayuda. Por eso, a la hora de abordar estos casos en consulta, cuento directamente con los niños/as y sus familias, confío en los más pequeños y en cómo establecen vínculos con sus personas de referencia. Creo firmemente que para hacer una buena intervención hay que tenerles en cuenta y no subestimar sus intervenciones en la terapia, ya que se trata de interlocutores extremadamente válidos que nos ayudan a ayudarles y que colaboran de manera crucial a lo largo del proceso terapéutico.

Personalmente me gusta hacer un trabajo conjunto con el pequeño/a y la familia, ver sus reacciones, intervenciones, y estar bien atenta a la información que me aportan todos ellos. Confío y respeto profundamente la capacidad genuina del niño para aportar información, que muchas veces está muy lejos de la que te pueden aportar solo las personas adultas. Es bonito ver las caras de los padres y madres cuando sus hijos/as nos “regalan” opiniones, soluciones y explicaciones desconocidas para los mayores, y que resultan infinitamente útiles en las sesiones. Muchas veces pensamos, por miedo a dañarles, que tienen que estar al margen de lo que decimos, e infravaloramos su capacidad y extraordinaria resiliencia que tanta información nos aporta para poderles ayudar. Pienso en los problemas, pero sobre todo, en las soluciones a su malestar de manera relacional y cuento con “todos” para buscar soluciones al estado de tristeza del pequeño. Aclarar, que esto no indica que la familia esté haciendo nada mal, sino que es extremadamente útil que esté ahí como parte de la solución, colaborando y construyendo soluciones al problema.

Es muy interesante ver que los niños, aun cuando están muy tristes, expresan deseos de sentirse bien y son capaces de hablar de soluciones con más facilidad que las personas adultas, lo que resulta muy alentador a la hora de abordar estos temas.

Podríamos pensar que dependiendo de la edad el estilo de la terapia tendría que ser diferente, y sin embargo, lo único que cambia con la edad, es el lenguaje. Somos nosotras, como psicólogas, las que nos adaptamos a su lenguaje y estamos atentas a qué expresan y a cómo lo expresan para ajustarnos a su manera de hablar (con el objetivo de conectar y establecer un buen vínculo). A los propios niños/as les damos el margen que necesitan, evitando que sean los padres y madres los que responden a las preguntas que se les hace, de la misma manera que no son ellos los que responden a las preguntas que se hace a sus padres o madres.

Sin embargo, tengo que destacar que en el trascurso del trabajo que se hace en terapia en los casos de niños con tristeza, podemos intercalar también sesiones a las que acuden solo los padres/madres, o solo el propio niño, o este con los hermanos, etc. Dependiendo de la evolución de la terapia o de quién está más dispuesto a colaborar, vemos a unos, a otros o a todos juntos, porque sabemos que a veces es sencillo provocar un cambio en una parte de la familia que, inmediatamente, va a repercutir en la otra. Por supuesto cuando se trata de un niño que tiene mucha relación con otras figuras de apego, también contamos con ellas. Aquí nos alejamos de la idea tradicional de hacer terapia, en la que el “paciente identificado” (niño deprimido) tiene que ser el que esté solo en terapia durante todo el tratamiento.

También es interesante contactar con otros “agentes” que tienen relación con los pequeños, porque muchas veces estos niños han reflejado por ejemplo, problemas escolares, o han sido alumnos desmotivados o tachados de conflictivos, o descritos muchos de ellos con “jerga” psiquiátrica que ha condicionado su evolución generando expectativas negativas y condicionando lo que sé de él/ella. Como profesionales, también debemos intervenir para que estos agentes implicados puedan percibir y reaccionar ante estos niños desde otra perspectiva más flexible que les permita pensar en SOLUCIONES más que en el propio problema.

Se trata de hacer la vida lo más fácil posible y evitar al máximo el sufrimiento; porque son situaciones que pueden ser evitables si ponemos en marcha todos los mecanismos disponibles a nuestro alcance y les privamos de etiquetas que hacen perpetuar el problema durante parte o el resto de su vida.